Una Jirafa Estirada
En el zoológico de la ciudad, había un animal que llamaba la atención más que cualquiera. Todo el mundo la miraba porque era muy bella y muy, pero muy alta. La jirafa -de quien estamos hablando- se llamaba Estirada y ya veremos que su nombre, no sólo se debía a su larguísimo cuello. Estirada era una jirafa soberbia. Se jactaba de llegar a las copas de los árboles más altos y a la vez, poder bajar su cuello cómodamente para comer el pasto que tanto le gustaba. Podía hacer muchas cosas pues era una jirafa muy ágil. Decía no necesitar de nadie, pues estuviese alto o bajo, podía alcanzar lo que quería. Como era tan bonita, era la mayor atracción del zoológico. Sus pestañas eran largas y curvas, parecían muchas letras “c” pegaditas a sus ojos marrones. Su pelaje parecía un helado de vainilla salpicado con miel o viceversa, como más les guste a ustedes.Sin embargo, por más bella, atractiva y ágil que fuera, no tenía amigos. Nunca jugaba con los demás animalitos y siempre consideraba a sus compañeros del zoológico inferiores a ella y no precisamente porque fuera más chicos. Sin embargo, los animales querían ser amigos de Estirada. Todos menos Biruta y Chicharrón, dos cotorritas mellizas, verdes y charlatanas. A ellas dos en particular, les dolía mucho la actitud de la jirafa. – Te damos una ducha fresquita- le decían los elefantes cuando hacía calor. – No gracias, yo sé refrescarme muy bien solita – contestaba en tono despectivo Estirada. – ¿Jugamos a quién trepa más alto los árboles? – le preguntaban los inquietos monitos. – A mi no me hace falta trepar a ningún lado, yo con mi largo cuello llego donde se me da la gana y sin esfuerzo alguno- respondió la jirafa. – Déjenla muchachos, no vale la pena- decía Biruta. – ¿y cuánto vale la pena? Preguntó Chicharrón que solía hacer preguntas insólitas o de difícil respuesta.
Estirada creía que todo lo podía. Era bella, ágil, admirada ¿por qué tendría que necesitar de otro animal?. Sin embargo, la vida muchas veces nos demuestra qué tan equivocados estamos. No siempre uno se da cuenta solo de sus errores o defectos. A veces tiene que ocurrir algo que nos haga tomar conciencia de aquello que no estamos haciendo bien. Eso fue lo que le pasó a Estirada.
– Hay que sanar esa herida cueste lo que cueste – dijo Biruta.
– ¿Costará muy caro? – Preguntó Chicharrón.
– No hay tiempo para preguntas tontas amigos- intervino
el elefante y alzando su trompa echó un chorro gigante de agua para lavar la herida de la jirafa. Hecho esto, un monito tití trepó al lomo de Estirada y la vendó con una red que ellos tenían para treparse, no sin antes pedirle al elefante que la lavara muy bien. .
– ¡Quedó una pinturita! – Exclamó contento el monito.
– ¿Pinturita o crayón? – Preguntó Chicharrón. Demás está decir que nadie contestó. Estirada realmente parecía un dibujo, no se si de pinturita o crayón, pero se quedó quieta, inmóvil mirando a todos los animales que la habían ayudado. No era el dolor lo que la inmovilizaba y la dejaba muda, sino la vergüenza, el pensar cómo se había comportado ella con sus compañeros y cómo, a pesar de eso, todos la habían ayudado. – No merezco tanta ayuda- dijo triste Estirada. .
– Todos merecemos ayuda- contestó el elefante- Aún cuando algunos consideren que son más que otros. Creo que es hora que entiendas que tener el cuello más largo del zoológico no te hacer mejor que nadie ¿verdad? – ¿Y qué tiene nadie para ser peor que una jirafa? es más… ¿quién es Nadie? Preguntó Chicharrón – Nada hermanito, nada – contestó Biruta – nos harías un gran favor si te callaras la boca. – Yo pregunté por Nadie, no por nada- insistió Chicharrón.
Por suerte Chicharrón se calló la boca. Estirada aprendió la lección, ayudó y se dejó ayudar por los demás. Una cicatriz quedó en su lomo. A Estirada no le molestaba, por el contrario, no dejaba de mirarla. Sentía que de ese modo, jamás olvidaría lo que había vivido y no volvería a ser soberbia nunca más.
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